LA CUESTIÓN DEL SENTIDO Y SU FUNDAMENTO
El hombre vive en el mundo y se pregunta por el sentido de su existencia. Es ésta una vieja pregunta que la humanidad nunca ha logrado acallar. Vivimos y trabajamos, soportamos achaques y cuidados, experimentamos alegrías y sufrimientos, éxitos y fracasos, esfuerzos y renuncias; vamos envejeciendo y sabemos que al final está la muerte. No sabemos ni cómo ni cuándo será, pero estamos persuadidos de que caminamos hacia el derrumbamiento de la vida, que nuestra existencia humana en el mundo está marcada por la muerte. ¿Para qué todo esto?, ¿vale la pena vivir esta vida?, ¿cuál es el sentido de nuestra existencia?
1. La pregunta irrumpe en nuestro tiempo con renovada violencia, porque el hombre de hoy ya no vive al resguardo evidente de una fe religiosa común, con su orden de valores y su explicación de la vida humana. El hombre se da cuenta de que el mundo moderno de la técnica, con todo su progreso y bienestar, no es capaz de aportar una explicación satisfactoria. Siente que ese mundo con todas sus realizaciones práctico-técnicas en el fondo no está dominado por el hombre, ni resuelve los problemas fundamentales más humanos, sino que por el contrario los agudiza; el hombre se da cuenta de que ese mundo no fomenta unos valores propiamente humanos, sino que constituye una amenaza, sin que pueda dar una respuesta a la cuestión del sentido del hombre.
Quien no tiene unos valores y objetivos válidos que den sentido y orientación a su vida, no sabe en medio de todo esto de dónde viene ni adónde va. Siente un vacío interior, experimenta un disgusto profundo y se rebela. En la creciente inquietud de nuestro tiempo, con todas sus sonoras protestas y revoluciones en las que por lo general permanece oculto aquello contra 19 que se alzan e incluso el objetivo que persiguen, se evidencia un vacío interno abisal, un caos de absurda incertidumbre. En el fondo es una explosión de nihilismo que protesta contra sí mismo, contra todo cuanto no llena ese vacío interno ni nos libera del absurdo en que nos hallamos. Es una expresión, aunque a menudo cargada de insensatez y desesperanza, de la pregunta inquietante acerca del sentido de la vida, acerca del sentido último, realmente válido, fecundo y orientador de la existencia humana completa en el mundo.
La cuestión se deja sentir con fuerza también en los países del este comunista, por cuanto que se trata de un problema fundamentalmente humano. Para MAIUC, que ve al hombre únicamente como un ¿conjunto de relaciones sociales», la cuestión del sentido de la vida es un prejuicio burgués que el socialismo debe superar. La pregunta ya no tiene justificación alguna. Pero a medida que el pensamiento marxista se opone al colectivismo rígido, que oprime al individuo, también intenta abrirse a los valores y problemas humanos, quiere entender el socialismo como un «humanismo» y hacer valer los derechos y libertad del hombre; y en esa misma medida se hace más urgente la cuestión acerca del sentido de la vida humana. Y aun cuando — siempre dentro del marco del ateísmo marxista — se ve el sentido de la existencia humana en el bienestar social (L. KOLAKOWSKI), o quiere resolverse la cuestión del sentido mediante la realización de todos los problemas planteados — incluso de la muerte (A. ScHAFF) —, o se pone el sentido de la vida humana en el diálogo (M. MAcHovEc) o se remite a la consumación futura de la humanidad (E. BL0CH), persiste siempre la duda de si tales respuestas son realmente satisfactorias. Contra cualquier respuesta que convierte al individuo humano en una función del proceso historicosociológico, señalándole sólo una tarea de servicio en el progreso de la humanidad, se alza en el fondo — y como respuesta necesaria de la esencia del hombre — una rebelión de la existencia individual personal.
El individuo no sólo es un miembro en un todo, ni puede ver únicamente su sentido en someterse a un proceso histórico. Y si esta respuesta puede bastar mientras el hombre sigue en el trabajo que le llena y le da un sentido, ¿qué ocurre cuando contrae una enfermedad incurable y ya no puede continuar produciendo?, ¿qué ocurre cuando sufre dolores graves y no puede ver en dios sentido alguno?, ¿ qué ocurre cuando el hombre no contribuye al progreso de la sociedad sino que es para ella un lastre? Y ¿qué ocurre cuando va al encuentro de una muerte segura? Ese destino de ser una función de la sociedad ¿puede acaso dar una explicación satisfactoria a toda la existencia del hombre?
Pero no sólo se trata de la existencia individual; también está en juego el sentido de la historia toda de la humanidad. El progreso de la historia resulta problemático. Sin duda que se da un avance y un desarrollo ascendente, mas tampoco faltan los retrocesos y decadencia. Todo progreso en un determinado campo cultural se logra a costa de un paso atrás entre otros sectores. La historia no es una marcha triunfal, sino un camino por territorios abruptos y quebrados. Nada nos asegura que en la historia pueda alcanzarse un estado de cosas perfecto en el que queden superadas todas las miserias y penalidades y en el que la humanidad alcance una feliz plenitud de sentido. Y aun cuando así fuera ¿cuál podría ser el sentido de todos los esfuerzos y combates fracasados, de toda la sangre derramada inútilmente, de todos los dolores y angustias, de todas las lágrimas secretas, de todas las injusticias sufridas hasta ahora sin haber sido reparadas? Nada de esto tiene sentido en el progreso de la humanidad hacia un mundo futuro, tal vez mejor. Ninguna de esas respuestas es satisfactoria porque el hombre — cada individuo y la historia entera de la humanidad — está ordenado y orientado hacia un fundamento y sentido absoluto.
2. ¿Qué indica todo esto? ¿Qué significa sobre todo la cuestión relativa al sentido de nuestra existencia? Y, en una forma más general ¿qué entendemos con la palabra sentido? Su significación resulta obvia a cualquiera, pero conceptualmenre es difícil de aprehender y evidencia un polifacetismo peculiar. Cuando oigo y entiendo una afirmación, capto su sentido. Aquello por lo que una cosa resulta inteligible la llamamos su sentido. Cuando entiendo la afirmación como algo lógico y sensato, puedo asentir a su sentido. En tal caso el sentido es aquello por lo que algo puede afirmarse más allá de la simple comprensión. Cuando manejo un instrumento entiendo qué es y para qué sirve; entiendo su sentido concretamente dentro de un contexto lógico, de actividad orientada a un fin. Su sentido es, pues, aquello por lo que puede utilizarse y es práctico y útil de cara a un objetivo. Al percibir como lógico ese objetivo, también descubro como dotada de sentido la acción que lleva al objetivo. El sentido es, pues, aquello por lo que una cosa puede realizarse, lo que permite que la acción aparezca como «valiendo la pena» y como «compensadora» del esfuerzo. Así pues podemos decir en general que el sentido es aquello por lo que una cosa puede entenderse y afirmarse con un conocimiento teórico. Y ahí está el fundamento para que, en el terreno del querer y del actuar prácticos, una cosa pueda ser deseable y realizable.
Es así como entendemos en su sentido los contenidos particulares: afirmaciones, cosas y acontecimientos, actuaciones y dispo siciones. Pero no entendemos aisladamente los contenidos particulares; su sentido se nos revela en un contexto lógico, sólo desde el cual resulta inteligible cada uno de ellos. Esto puede ser un contexto significativo teórico. Sólo dentro del contexto fraseológico entendemos cada una de las palabras en su sentido pleno. El sentido de la frase sólo se nos abre a su vez por completo en el contexto más amplio del discurso, de la conversación o de un texto escrito; el sentido particular sólo resulta comprensible desde el sentido total. Esa totalidad de sentido puede ser también un contexto de actuación práctico desde el que podemos entender como lógica cada una de las actuaciones a manipulaciones, cada uno de los instrumentos o instalaciones. Aunque este sentido sólo se patentice en el contacto práctico con las cosas, no deja de ser un entender. El contenido de las mismas me resulta inteligible y realizable en su sentido.
El contexto lógico inmediato — teórico o práctico — apunta por su parte a una totalidad mayor: al contexto general de nuestra vida. Tenemos una visión de conjunto y una valoración del mundo, así como de nuestra vida y actuación en el mismo. Hemos hecho unas experiencias, logrando unas convicciones y formando unas ideas. Nos trazamos unas metas y planes, a través de los cuales prestamos un sentido, en él conjunto de nuestro esquema mental, a cada una de las cosas que decimos o hacemos. Esa totalidad se puede calificar como una concepción del mundo o de la vida, o simplemente como nuestro «mundo», en el sentido de concepto fenomenológico-antropológico del mundo que nosotros hemos empezado por desarrollar en conexión con el «mundo vital» (en HURSSERL) y el «estar en el mundo» (en HEIDEGGER). Ese mundo se abre ahora como una totalidad de sentido, ciertamente que plural y polifacética pero unitaria, en la que vivimos y nos entendemos a nosotros mismos.
Cada uno tiene su propio mundo, que no se corresponde plenamente con el mundo del otro. Pero ese mundo sólo constituye una unidad y totalidad lógica en cuanto que en él todos los contenidos particulares se entienden y realizan sobre un fundamento común, sobre un centro que les confiere sentido. Es desde ese fundamento lógico desde el que logran su plena explicación. Sólo desde su proyección lógica hacia un fundamento explicativo último, que define a todo el conjunto, se constituye la unidad de un mundo intelectivo en el que nosotros vivimos, hablamos y actuamos.
Sin duda que ese sentido central no lo determinará todo del mismo modo en nuestra vida y en nuestra actuación. Existen de hecho estratos o dimensiones de sentido muy diverso. Así experimentamos ya una inmediata plenitud de sentido al establecer unos objetivos, por ejemplo, en el trabajo profesional; y mayor aún en el amor, en la solicitud y ayuda a los otros hombres, en todo aquello en que nos esforzamos por abrirnos a unos valores auténticos y por obrar el bien. Pero existen también esfuerzos inútiles, penalidades y fracasos y sufrimientos aparentemente sin sentido; y existe la muerte que nos sobreviene amenazando con aniquilar cualquier sentido de la vida. Es entonces cuando se plantea el integrante acerca del sentido de nuestra vida toda. Ése es el interrogante que irrumpe precisamente en nuestro tiempo con nueva fuerza.
Y pone de manifiesto que el hombre no se encuentra a gusto sin una explicación consistente y definitiva de su existencia en el mundo. En todos los campos de la experiencia debe haber una explicación general de la vida. Lo cual sólo es posible cuando se trata de una explicacón incondicional, inevitable e insuperable, que se apoya en un fundamento absoluto.
3. En el conjunto de nuestra autorrealización personal humana experimentamos una aspiración absoluta que entendemos y afirmamos como plenamente lógica, pues de otro modo la existencia humana en general aparecería como radicalmente absurda. Experimentamos algo absoluto en la aspiración de verdad que se yergue en nuestro conocimiento; también en la exigencia incondicional de bien que reclama nuestro libre actuar y querer, y que sentimos como un deber vinculante. Asimismo, en el ser y valor personales del otro hombre nos sale al paso algo absoluto, que exige un reconocimiento y respeto incondicionales y que incita a la ayuda y amor del semejante. El hombre sólo puede realizarse con sentido saliendo de sí mismo, en la respuesta de entrega a la exigencia absoluta a la que debe responder. El hombre es transcendencia y realiza su propio ser superándose a sí mismo, se actualiza en tanto que se transciende, lo cual acontece en cada auténtica «apertura» y entrega a la verdad, al bien y a la belleza absolutos, el valor personal y a la comunidad. Y en la medida en que así se realiza un sentido de la existencia humana, es un acontecer lógico. Pero en la medida en que aparece aquí un sentido absoluto y no relativizable de la existencia humana, supone a su vez un fundamento absoluto, sobre el que nos transcendemos y en el que descubrimos el sentido de nuestra mismidad. Pese a todos los condicionamientos de las circunstancias concretas de la vida, el hombre se experimenta en el horizonte de lo absoluto. Querámoslo o no, supone siempre como condición de sí mismo un Absoluto que constituye el fundamento del sentido supremo e incondicional de la existencia humana.
Mas si ese fundamento tiene que sostener y dar sentido a todo lo demás, ya no puede estar en un contenido condicionado y limitado de nuestra experiencia. No puede radicar en un campo inmanente del ser o del valor, que pudiera establecerse caprichosamente como centro explicativo de nuestra existencia, pero que no es capaz de proporcionar un sentido total. Lo que constituye el horizonte explicativo general no puede ser un contenido particular dentro de ese horizonte, sino que debe transcenderlo radicalmente. Debe ser una realidad absoluta y transcendente. Ahora bien, si ha de fundamentar y salvaguardar el sentido de la existencia humano- personal y el sentido y valor de la relación personal, ¿ no deberá ser un fundamento personal, un tú absoluto que nos sale al paso y nos habla en todo, que está presente y actúa en todo? Ese último fundamento explicativo se supone siempre en la totalidad de sentido de nuestro mundo humano, sin que jamás podamos aprehenderlo por completo. Se mantiene siempre como en el fondo explicativo, pero misterioso, al que en la impotencia del lenguaje humano llamamos «Dios».
Sólo se entiende realmente lo que la palabra «Dios» significa, cuando se reconoce que es la respuesta que se nos da como total en la cuestión del sentido de la existencia humana. También el hombre actual sigue enfrentándose a cuestiones y preocupaciones esencialmente humanas. En su vida humano-personal experimenta una relación de sentido absoluta. El hombre se encuentra enfrentadd con el problema insoslayable de un fundamento explicativo absoluto. Y por lo mismo se da siempre una auténtica experiencia de sentido desde la fe en Dios. Esa fe puede no ser hoy tan natural y espontánea como en los tiempos pasados en que todo el mundo era creyente. Es una fe que tiene que abrirse paso, defenderse y ahondar cada vez más. Cuando esto sucede, experimentamos un sentido supremo en nuestra vida, que todo lo penetra e ilumina. Se abre un nuevo horizonte intelectivo, en el que todo cobra una nueva luz y sentido más profundo. Todas las cosas — acontecimientos, encuentros y tareas de cualquier tipo — adquieren una lógica y sentido nuevos cuando se las refiere a Dios y desde Él se entienden.
De este modo, desde la fe en Dios sentida y vivida, se constituye un nuevo mundo intelectivo, en el que todos los contenidos se «entienden» desde su último sentido y se «experimentan» también como lógicos desde aquella comprensión. Esto prueba que el verdadero origen, y el lugar existencial del problema de Dios y de la fe en Dios, se encuentra en la cuestión del sentido de la existencia humana y — como su respuesta — en la experiencia de sentido que sólo en Dios alcanza su fundamento último.
TRANSCENDENCIA Y RELIGIÓN
El problema y la experiencia del sentido de la existencia humana apuntan a un fenómeno que llamamos religión. Es un fenómeno de la humanidad muy generalizado, que presenta múltiples formas en las religiones del pasado y en las que en el presente existen en el mundo. En este fenómeno se manifiesta la relación transcendente del ser humano. El hombre no puede entenderse exclusivamente desde su mundo, sino que busca un último fundamento ontológico y explicativo de su existencia. De ahí que lo religioso represente en la humanidad un fenómeno antropológico muy importante, del que vamos a ocuparnos en estas páginas finales.
1. La transcendencia es un elemento esencial de la existencia humana, que caracteriza todo nuestro mundo experimental propiamente humano. En efecto, ese mundo se supera constantemente, apuntando más allá de sus límites. Cierto que es el nuestro un mundo siempre limitado; pero jamás cerrado, jamás definitivamente establecido, sino un mundo por esencia con fronteras abiertas. Es limitada por cuanto que nosotros nunca lo experimentamos en toda su extensión, sino que captamos sólo fragmentos parciales de la realidad; y porque intensivamente tampoco aprehendemos nada de un modo completo, sino que lo entendemos siempre bajo unos aspectos delimitados. Pero en la misma medida que somos conscientes de la limitación, vamos continuamente más allá. Seguimos preguntando, hacemos nuevas experiencias, ensanchamos nuestro horizonte, entendemos nuevos contenidos y nuevas relaciones lógicas. Nos preguntamos por el sentido y fundamento de la totalidad de nuestro mundo y de nuestra propia existencia en él.
Al realizar nuestra experiencia transcendemos de continuo sus fronteras. La experiencia es un acontecimiento de autosuperación, un movimiento transcendente. Pero al propio tiempo — y justo por ello — no podemos jamás descubrir ni demostrar en forma aislada la transcendencia de nuestro ser, prescindiendo de la realización inmanente. La transcendencia acontece en la inmanencia experimental, así como — a la inversa — la inmanencia de nuestro mundo experimental se transciende esencialmente a sí mismo. La transcendencia viene siempre y esencialmente dada de modo asistemático en la realización de nuestra experiencia, sin convertirse explícitamente en objeto experimentable. Pero en el grado y medida en que ese acontecimiento trascendente entra constitutivamente en la realización de nuestra experiencia, ésta se convierte en una realidad transcendental; es decir, viene percibida de modo asistemático como condicionamiento apriorístico de la experiencia general.
De ahí que se plantee la cuestión de si el acontecer apriorístico y atemático de la transcendencia puede, y cómo es ello posible, sistematizarse y expresarse por medio del lenguaje; y de si puede asimismo realizarse de un modo consciente y libre; de si es posible, y cómo, que el movimiento transcendente se descubra y explicite por medio de una reflexión y reducción transcendentales. Pero esta misma cuestión, que nosotros planteamos abiertamente, no sería posible en modo alguno si la transcendencia no estuviese ya sistematizada. El problema supone, pues, que el movimiento ate- mático de la transcendencia se ha hecho consciente con anterioridad y se ha realizado y expuesto de forma sistemática.
Ahora bien, la exposición sistemática de la transcendencia, la expresa incorporación al movimiento transcendente, ocurre — o ya ha ocurrido previamente — en la realización religiosa, por la cual nos relacionamos explícitamente con Dios o con lo divino, saliendo de nosotros mismos o de nuestro mundo. Por tanto, la cuestión filosófica acerca de la posibilidad de sistematizar la transcendencia supone ya la realidad de tal sistematización. El planteamiento filosófico sólo es posible como reflexión sobre un acontecimiento que ya se ha experimentado antes, y precisamente en la experiencia de la realización religiosa.
2. Esto nos lleva a un nuevo problema acerca de la esencia de la religión y de la conducta religiosa. No hay duda alguna de que se trata de una relación explícita con Dios; o, dicho de modo más general, de una relación explícita con unas fuerzas y poderes divinos. Esto es lo propio de todas las religiones en cualquiera de sus formas. Pero ¿de qué tipo es esa relación? ¿Cómo se alcanza lo divino? ¿Cuál es el fundamento y singularidad del fenómeno religioso? 13
En la historia de la filosofía moderna se han dado diversas explicaciones del fenómeno. Si prescindimos de las formas de una filosofía religiosa negativa, que, partiendo de unos supuestos positivistas y ateísticos, consideran lo religioso como un desarrollo deficiente de la humanidad, que es preciso superar — así en Hume, Comte, Feuerbach, Marx, Nietzsche y otros —, tres son las explicaciones principales de lo religioso, opuestas entre sí.
Según la primera interpretación, la esencia de la religión consistiría en el conocimiento racional de Dios. Esto representa un racionalismo de la concepción religiosa, tal como lo ha difundido especialmente Spinoza, que define el amor de Dios, el amor Dei inlellectualis como un afecto de alegría derivado del conocimiento de Dios. Lo esencial, por lo mismo, sería el conocimiento, y no la libre realización personal del reconocimiento y veneración o del amor personal a Dios. Mas con ello, no se alcanza la verdadera esencia de la religión. Ciertamente que el elemento cognoscitivo puede ser condición de importancia para la realización religiosa; pero ¿sta va más allá en cuanto actitud y toma de posición libre y personal que se manifiesta en palabras y acciones.
De ahí que, estando a la explicación segunda, la esencia de la religión se halla en la voluntad. La religión es cosa del querer y del obrar moral. Mas con ello nos enfrentamos a un nuevo estrechamiento, ya que se reduce la religión a un comportamiento ético, intramundano, dentro del orden de las relaciones humanas. Podríamos calificar esta concepción religiosa de moralismo, que encontró su defensa en la ilustración y su mejor expresión en la filosofía religiosa de Kant.
Dentro de esta línea la verdadera religión radica en el cumplimiento de nuestros deberes morales, y no en los actos específicamente religiosos de oración, sacrificio, adoración mística de Dios, etc. Una vez más tampoco aquí alcanzamos la esencia de la religión, ya que no se explican los actos de específico contenido religioso, sino que se les rechaza como absurdos.
Así pues, si lo genuinamente religioso no consiste en el conocimiento ni tampoco en la voluntad y obra moral ¿ acaso estará en unos actos peculiares del sentimiento religioso? Tal es la concepción de un irracionalismo, que explica así el fenómeno de la religiosidad. La religión sería cosa del sentimiento, y en concreto de un sentimiento religioso especial, que experimenta a Dios de una forma más originaria que el conocimiento teórico. Cada afirmación que hacemos sobre Dios y los contenidos religiosos sería, por consiguiente, una formulación conceptual complementaria de la experiencia religiosa originaria e irracional. Dicha concepción se remonta a Schleiermacher y ha adoptado múltiples formas, tanto en las teologías protestantes por obra de Ritschl, Sabatier y otros como en el ámbito católico del modernismo con autores como Loisy, Tyrrell, etc. Esta explicación ha recibido nuevo impulso en las últimas décadas a través de R. Otto.
Mas tampoco esta tercera explicación hace cumplida justicia al fenómeno de lo religioso, porque es evidente que en la conducta religiosa entra un demento cognoscitivo, aunque a menudo de forma implícita, que se realiza en el reconocimiento y adoración libre y personal de Dios, aun cuando en conformidad con su esencia abraza a todo el hombre y determina una resonancia de la totalidad personal que nosotros vivimos como un sentimiento. Esto es una consecuencia de la conducta religiosa, pero no su esencia originaria. Puede incluso realizarse sin el sentimiento correspondiente; más aún, quizás incluso en contra del sentimiento, como una entrega fiel y sumisa a Dios.
Se supone, pues, ciertamente un elemento cognoscitivo, que puede mantenerse bajo una forma implícita e irreflexiva, pero en el que se experimenta la dependencia del hombre con relación a unos poderes divinos. Pero el acto propiamente religioso está en la libre conversión del hombre a Dios y por consiguiente en un elemento voluntario de veneración y de sometimiento personal, de adoración, confianza y amor. De acuerdo con la totalidad personal del hombre, esto conduce a una eclosión del sentimiento como su consecuencia natural, aunque no se dé siempre ni necesariamente. En cualquier caso, el comportamiento religioso es la referencia humana total al fundamento absoluto del ser. Por una parte, es algo que se realiza desde la totalidad de nuestro ser humano y encierra una explicación general de la existencia humana en todos sus campos. Por otra, es la referencia al fundamento explicativo, sólo desde el cual puede alcanzar su pleno e incondicional sentido la totalidad de la existencia humana. Si, en algunas formas de la religión, ese fundamento absoluto se entiende como un poder impersonal, no pasan de ser modos deficientes de lo religioso que sólo alcanza plenamente su esencia — y por lo mismo sólo entonces puede designarse como religión en sentido propio —, cuando se realiza la relación con un fundamento explicativo absoluto y personalista, con un Dios personal.
Al presente se ha hecho casi habitual entender bajo el concepto de religión únicamente las formas externas, con las que se expresa el comportamiento del hombre para con Dios o, de un modo más general, con los poderes y fuerzas superiores y divinos; entrarían aquí, por tanto, el lenguaje religioso, las formas de adoración cúltica en oración y sacrificio, el conjunto de las instituciones y convenciones de una comunidad religiosa. Por ejemplo, cuando se habla — como lo hace D. Bonhoeffer — de una oposición entre religión y cristianismo y postula un «cristianismo sin religión», se está entendiendo por «religión» únicamente el elemento convencional e institucional de las formas religiosas. Se piensa, por tanto, en un sistema humano de lenguaje y actuación con que el hombre quiere adueñarse de lo divino con su acción personal y asegurarse su salvación. Peto así precisamente, se cierra a Dios, quiere tomar sus precauciones en contra de Dios, que irrumpe en el mundo como el «totalmente Otro», como un rayo del cielo, y que opera nuestra salvación en Cristo, con lo cual elimina y refuta todas las «religiones» — en cuanto sistemas humanos — desenmascarándolas como antidivinas, y exigiendo la fe en la obra salvífica de Dios por encima de toda religión.
Pero aquí late en el fondo un concepto de la religión perfectamente delimitado, secundario y estrecho, que supone otro concepto de la religión más originario y completo. Es un concepto secundario frente al uso lingüístico general, en el que nosotros entendemos la palabra «religión» en un sentido más amplio, a la par que más profundo. Hablamos también de la fe religiosa, de motivos y sentimientos religiosos y entendemos la oración interior como un acontecimiento auténticamente religioso. Podríamos, además, entender como no religiosas en absoluto las formas, convenciones e instituciones externas, a no ser desde la propia realización religiosa en la que experimentamos la singularidad y el sentido de lo religioso, que se manifiesta en formas externas más o menos adecuadas. De ahí que este concepto de la religión sea no sólo secundario sino también estrecho de contenido, porque la religión en su sentido más originario y vasto indica toda la conducta humana que se orienta explícitamente hacia Dios o lo divino, abarcando por consiguiente la totalidad- de los actos humanos de veneración y adoración, súplica y arrepentimiento, acción de gracias, confianza y amor, con los cuales nos relacionamos con Dios de un modo libre y personal. Aquí entran los actos internos de oración, de gratitud íntima a Dios, pero que se manifiestan con el lenguaje, se expresan en actitudes externas y se concretan en determinadas formas rituales.
Es evidente que estos elementos no pueden separarse por completo, pues también la realización de los sentimientos y actitudes religiosos está condicionada por el lenguaje religioso y por las formas de la comunidad creyente a la que uno se adhiere. Por otra parte, sin embargo, el sentimiento íntimo de fe y la propia experiencia religiosa penetran en la realización práctica de las formas religiosas exteriores del lenguaje y actuación cúlticas de la comunidad, etc., determinándolas y dándoles sentido. Todo este conjunto de cosas hay que verlo como una unidad en que los distintos elementos se condicionan y complementan mutuamente.
3. Ahora la cuestión consiste en saber si en esa totalidad del obrar religioso se sistematiza y concreta, y hasta qué punto, la transcendencia originaria del hombre; o si ésta viene así falseada y alejada de su propia ser. En su origen la transcendencia humana es una magnitud transcendental, una condición indispensable de toda la autorrealización específicamente humana, que como tal se siente de modo confuso en la propia experiencia personal y mundana. Para que pueda adquirir una forma sistemática, entrar claramente en la conciencia y realizarse libremente, ha de producirse por medio de nuestro lenguaje y actuación humanos, tiene que manifestarse y dejarse sentir, concretarse y objetivarse. Eso es lo que acontece en el lenguaje y actuación religiosos.
Pero no es sólo que una experiencia ya realizada de la transcendencia se exprese posteriormente, de modo más o menos adecuado, y se sistematice en la realización religiosa. Ocurre también que la puesta en práctica de un lenguaje y de una actuación religiosos repercute a su vez sobre la experimentación de la transcendencia. La acción religiosa es un marco excelente para esa experiencia en la que cobramos conciencia explícita de nuestra necesidad de absoluto, de nuestra necesidad de Dios. Pero eso sólo es posible porque el hombre está siempre y esencialmente referido a Dios.
Al mismo tiempo esa referencia originaria, que nosotros experimentamos, queda expuesta en el lenguaje y acción religiosos; lo que quiere decir que no puede en absoluto explicitarse pura y directamente si no es en el ámbito de una determinada inteligencia religiosa, de un lenguaje religioso, de una fe determinada y de su horizonte intelectivo, que precisamente se actúa y articula en la acción religiosa, en la que se comprende y manifiesta la experiencia fundamental y transcendente. 1
Esto se aplica a cualquier religión, aunque tiene importancia particular en el cristianismo, porque a través de la revelación divina en Cristo se nos dice taxativamente no sólo lo que nosotros somos como hombres delante de Dios, sino también lo que nosotros mismos nos experimentamos, aunque sea de un modo asistemático. No se da una automanifestación pura y directa de hombre, ni una explicación paladina de su autoexperiencia, sino aquella que se produce por medio de la palabra que nos habla y llama, que nos conduce a nosotros mismos y que reclama nuestra respuesta.
En la fe cristiana la autocomprensión del hombre se produce a través de la palabra de Dios que nos ha hablado y que requiere la respuesta de nuestra fe. En ese sentido la religión concreta es el medio de la experiencia transcendental en la cual se interpreta a sí misma. Mas como la explicación expresa tiene lugar esencial. mente en las formas del lenguaje y de la acción humanas, la transcendencia que nosotros experimentamos originariamente nunca puede expresarse de modo adecuado, jamás encuentra su expresión plena y definitiva. Es verdad que está orientada a la sistematización religiosa, mas no se queda ahí, sino que siempre y necesariamente apunta más allá.
Lo dicho vale para el lenguaje religioso con que nombramos lo transcendente, lo santo y divino, pero con palabras del lenguaje humano y en categorías que derivan de nuestra experiencia y las exponen en una interpretación que procede asimismo de nuestro mundo experimental e intelectivo. De mantenerse esas palabras en su sentido inmediato, ello equivaldría a una relativización del absoluto, a un hacer finito lo que es infinito, y a una objetivación de lo indisponible. Lo que ahí se indica pasa a convertirse en una cosa de entre las cosas de nuestro mundo, lo cual equivale a una imagen mítica del mundo en la que se falsea la esencia de la transcendencia de Dios, del totalmente Otro, del que está absolutamente por encima. Mas la experiencia transcendente, o la que podíamos llamar, de un modo más concreto, la experiencia religiosa, toda vez que concurre en el quehacer religioso, es precisamente la instancia que postula, al tiempo que corrige (en cuanto va más allá), una fi3ación conceptual que no se deja atrapar y fijar definitivamente en ella, sino que sabe de lo «inefable» y siente lo inadecuado de la palabra humana frente al misterio divino. Aquí está el motivo de una analogía necesaria del lenguaje religioso, que ciertamente ha de expresar el pensamiento y contenido en palabras humanas, pero al tiempo que se remonta por encima de sí mismo hacia el misterio incomprensible e inefable.
Otro tanto cabe decir de la acción religiosa, con la que nos ponemos en relación con lo santo y divino, con el Dios transcendente. Es actuando como debemos expresar esa relación en formas religiosas de culto, en la oración y el sacrificio, en la liturgia comunitaria. Pero mientras se intente con ello atrapar lo divino, ponerlo a nuestra disposición mediante las propias obras, procurarse y asegurarse la salvación personal, será siempre una forma de religión mágica que, como tal, falsea la relación del hombre con Dios, la esencia de la religión y hasta la esencia misma de Dios, Una vez más es la experiencia transcendente, y más concretamente la experiencia religiosa, de nuestro estar referidos a la realidad no manipulable de Dios la que supera semejante interpretación, o falsificación, del comportamiento religioso y prueba su inadecuación para alcanzar y exponer de un modo meramente simbólico lo santo y lo divino.
Resumiendo, de todo ello resulta una relación esencial entre transcendencia y religión. La experimentación de la transcendencia como realidad asistemática y transcendental, para llegar a un conocimiento explicito y a una realización plena y libre, tiene que mediarse en la acción religiosa, en el lenguaje y comportamiento religiosos y, a la inversa, todo el quehacer religioso vive de la experiencia fundamental y transcendente. Ello sólo es posible y adquiere pleno sentido en su terreno, y media de continuo la transcendencia como experiencia religiosa de nuestra necesidad y referencia a Dios. Pero como la transcendencia del hombre no encaja adecuadamente en las formas concretas del quehacer religioso, éstas se transcienden, corrigen y relativizan constantemente, demostrando ser siempre análogas y simbólicas frente al misterio divino que en ellas se revela y oculta a la vez. Reconocer ese misterio y entregarse a él confiados es fe; una fe que sobrepuja todo saber filosófico, pero que es la única que llega al fundamento y sentido último de la existencia humana.